ADORACIÓN DE LOS TRES REYES SEGÚN MARÍA VALTORTA.

Veo a Belén, ciudad pequeña, ciudad blanca, dos caminos principales la cruzan en forma de Cruz. Veo salir del albergue a tres personajes seguidos cada uno de sus propios siervos. Son tres hombres poderosos, lo indican sus riquísimos vestidos.

Un siervo trae un cofre embutido con sus remaches todos en oro bruñido. Otro trae una copa que es una gran preciosidad. Su cubierta es labrada toda en oro. El tercero trae una especie de ánfora larga, también de oro. Suben por la escalera y entran en una habitación donde los espera María con el niño en sus rodillas y José a su lado de pie.

Los tres sabios contemplan al niño, que creo que tiene ahora unos nueve meses o un año. Es robusto y sentado sobre las rodillas de su madre, sonríe y trata de decir algo con su vocecita. Sus dos ojos son de color azul oscuro. Los risos parecen rociados con polvo de oro por lo brillante.

El mas viejo de los tres sabios habla en nombre de todos. Dice a María que vieron en una noche del pasado diciembre que se aparecía una nueva estrella en el cielo de un resplandor inusitado. Los mapas que tenían del firmamento no registraban esa estrella, ni de ella hablaban, su nombre era desconocido. Pero estando estudiando esa estrella les fue revelado el nombre y secreto de la estrella. Su nombre: Mesías. Su secreto:  Mesías venido al mundo. Y vinieron a adorarlo. Ninguno de los tres se conocía.

Caminaron por montes y desiertos, atravesaron valles y ríos hasta que llegaron a Palestina porque la estrella se movía en esa dirección. También le dijo que se habían encontrado cerca del mar muerto porque la Voluntad de Dios los había reunido allí.

Y ahora adoraban al Niño Jesús ofreciéndole sus pobres dones y más que otra cosa su corazón.

«Aquí tienes el oro, como conviene a un rey; el incienso como es propio de Dios, y para ti, Madre, la mirra, porque tu Hijo es Hombre además de Dios, y beberá de la vida humana su amargura, y la ley inevitable de la muerte. Nuestro amor no quisiera decir estas palabras, sino pensar que fuese eterno en su carne, como eterno es su Espíritu, pero, ¡Oh mujer!, si nuestras cartas, o mejor dicho, nuestras almas, no se equivocan, El, tu Hijo, es; el Salvador, el Mesías de Dios, y por esto deberá salvar la tierra, tomar en Sí sus males, uno de los cuales es el castigo de la muerte. Esta mirra es para esa hora, para que los cuerpos que son santos no conozcan la putrefacción y conserven su integridad hasta que resuciten. Que El se acuerde de estos dones nuestros, y salve a sus siervos dándoles Su Reino. Por tanto, para ser nosotros santificados, Vos, la Madre de este Pequeñuelo nos lo conceda a nuestro amor, para que besemos sus pies y con ellos descienda sobre nosotros la bendición celestial».

María que no siente ya temor ante las palabras del sabio que ha hablado, le presenta su niño, lo pone en sus brazos, el sabio lo besa, lo acaricia y luego María lo pasa a los otros dos.

Jesús sonríe y al despedirse los sabios, María toma la mano de Jesús y la guía, haciéndole que haga un gesto de bendición sobre la cabeza de cada sabio. Es una señal algo así como una cruz. Los tres sabios bajan por la escalera, la caravana los está esperando y emprenden el viaje de regreso con la bendición de Dios.

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