PENTECOSTÉS, LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO.

En el cenáculo están reunidos los doce apóstoles y la Santísima Virgen María. La Virgen Bendita está sentada en el centro de la mesa, en el lugar que ocupó Jesús en la última cena. A la derecha de la Virgen está Pedro y a la izquierda está Juan. La Virgen tiene un vestido de color oscuro y cubre su cabeza con un velo blanco.

María con una sonrisa en sus labios inicia la oración. Un sonido fortísimo, armonioso resuena de improviso en el silencio matinal. Los apóstoles levantan la cabeza y María sonriente levanta su cabeza y luego cae de rodillas.

El fuego del Espíritu Santo entra como un globo brillantísimo en la sala cerrada y se queda como en suspenso sobre la cabeza de la Virgen. Después de aquel instante en que el fuego del Espíritu Santo se cernió sobre la Virgen, el Globo Santísimo se divide en trece llamas de color rosa, brillantísimas de una luz indescriptible y después desciende a la frente de cada apóstol.

Pero la llama que baja sobre María no es una lengüeta de fuego que le bese la frente sino una corona que la ciñe, que le rodea su cuerpo virginal, que la corona a ella, la Reina, la Hija, la Madre de Dios, la Virgen incorruptible, la Toda Bella, la eterna Mujer a quien Dios amó.

Las llamas del Espíritu Santo rodean la cabeza de la Virgen. Su rostro bendito está transfigurado con una alegría sobrenatural, y ríe con la sonrisa de los Serafines, mientras lágrimas, hinchadas de felicidad, cual diamantes bajan por sus mejillas.

Después de unos instantes el fuego desaparece y queda una fragancia, ¡el perfume del paraíso!

Tomado del libro el Hombre Dios de María Valtorta.

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo”. Hechos de los Apóstoles 2, 1-5.

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