LA NOCHE OSCURA DE LA FE Y EL SILENCIO DE DIOS (SAN JUAN PABLO II).

El doctor místico llama hoy la atención de muchos creyentes y no creyentes por la descripción que hace de la noche oscura como experiencia típicamente humana y cristiana. Nuestra época ha vivido momentos dramáticos en los que el silencio o ausencia de Dios, la experiencia de calamidades y sufrimientos, como las guerras o el mismo holocausto de tantos seres inocentes, han hecho comprender mejor esta expresión, dándole además un carácter de experiencia colectiva, aplicada a la realidad misma de la vida y no sólo a una fase del camino espiritual. La doctrina del santo es invocada hoy ante ese misterio insondable del dolor humano.

Me refiero a ese mundo específico del sufrimiento del que he hablado en la carta apostólica Salvifici doloris. Sufrimientos físicos, morales o espirituales, como la enfermedad, la plaga del hambre, la guerra, la injusticia, la soledad, la carencia del sentido de la vida, la misma fragilidad de la existencia humana, la conciencia dolorosa del pecado, la aparente ausencia de Dios, son para el creyente una experiencia purificadora que podría llamarse noche de la fe.

A esta experiencia Juan de la Cruz le ha dado el nombre simbólico y evocador de noche oscura, con una referencia explícita a la luz y oscuridad del misterio de la fe. Sin pretender dar al angustioso problema del sufrimiento una respuesta de orden especulativo, a la luz de la Escritura y de la experiencia, va descubriendo y entresacando algo de la transformación maravillosa que Dios lleva a cabo en la oscuridad, pues “sabe él tan sabia y hermosamente sacar de los males bienes”. Se trata, en definitiva, de vivir el misterio de la muerte y resurrección en Cristo con toda verdad.

El silencio o ausencia de Dios, como acusación o como simple queja, es un sentimiento casi espontáneo cuando se experimenta el dolor y la injusticia. Los mismos que no atribuyen a Dios la causa de las alegrías, lo responsabilizan a menudo del dolor humano. De manera diferente, pero tal vez con mayor profundidad el cristiano vive el tormento de la pérdida de Dios o su alejamiento de él; hasta puede sentirse arrojado en las tinieblas del abismo.

El doctor de la noche oscura halla en esta experiencia una amorosa pedagogía de Dios. El calla y se oculta a veces porque ya ha hablado y se ha manifestado con suficiente claridad. Incluso en la experiencia de su ausencia puede comunicar fe, amor y esperanza a quien se abre a él con humildad y mansedumbre. Escribe el santo: “Esta blancura de fe llevaba el alma en la salida de esta noche oscura cuando, caminando… en tinieblas y aprietos interiores, …sufrió con constancia y perseveró, pasando por aquellos trabajos sin desfallecer y faltar al Amado; el cual en los trabajos y tribulaciones prueba la fe de su Esposa, de manera que pueda ella después con verdad decir aquel dicho de David, es a saber: Por las palabras de tus labios, yo guardé caminos duros (Sal 16, 4)”.

La pedagogía de Dios actúa en este caso como expresión de su amor y de su misericordia. Devuelve al hombre el sentido de la gratuidad, haciéndose para él don libremente aceptado. Otras veces le hace sentir todo el alcance del pecado, que es ofensa a él, muerte y vacío del hombre. Lo educa también a discernir sobre la presencia o ausencia divina: el hombre ya no tiene que guiarse por sentimientos de gusto o disgusto, sino por fe y amor. Dios es igualmente Padre amoroso, en las horas del gozo y en los momentos del dolor.

Tomado de vatican.va.

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