PALABRAS DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA A SANTA BRÍGIDA DE SUECIA SOBRE LA PASIÓN DE SU DIVINO HIJO JESÚS.
En las revelaciones de Santa Brígida de Suecia, Nuestra Santísima Madre le habla en varias ocasiones sobre la Pasión de Su Divino Hijo. Aquí podemos leer sus palabras en dos diferentes capítulos:
Primera descripción:
«Cuando llegó el momento de la pasión de mi Hijo, sus enemigos lo arrestaron. Lo golpearon en la mejilla y en el cuello, y lo escupieron mofándose de Él. Cuando fue llevado a la columna, él mismo se desnudó y colocó sus manos sobre el pilar, y sus enemigos se las ataron sin misericordia. Atado a la columna, sin ningún tipo de ropa, como cuando vino al mundo, se mantuvo allí sufriendo la vergüenza de su desnudez. Sus enemigos lo cercaron y, estando huidos todos sus amigos, flagelaron su purísimo cuerpo, limpio de toda mancha y pecado. Al primer latigazo yo, que estaba en las cercanías, caí casi muerta y, al volver en mí, vi en mi espíritu su cuerpo azotado y llagado hasta las costillas.
Lo más horrible fue que, cuando le retiraron el látigo, las correas engrosadas habían surcado su carne. Estando ahí mi Hijo, tan ensangrentado y lacerado que no le quedó ni una sola zona sana en la que azotar, alguien apareció en espíritu y preguntó: «¿Lo vais a matar sin estar sentenciado?», y directamente le cortó las amarras. Entonces, mi Hijo se puso sus ropas y vi cómo quedó lleno de Sangre el lugar donde había estado y, por sus huellas, pude ver por dónde anduvo, pues el suelo quedaba empapado de sangre allá donde Él iba. No tuvieron paciencia cuando se vestía, lo empujaron y lo arrastraron a empellones y con prisa. Siendo tratado como un ladrón, mi Hijo se secó la sangre de sus ojos. Nada más ser sentenciado, le impusieron la Cruz para que la cargara. La llevó un rato, pero después vino uno que la cogió y la cargó por Él. Mientras mi Hijo iba hacia el lugar de Su Pasión, algunos le golpearon el cuello y otros le abofetearon la cara. Le daban con tanta fuerza que, aunque yo no veía quién le pegaba, oía claramente el sonido de la bofetada.
Cuando llegué con Él al lugar de la pasión, vi todos los instrumentos de su muerte allí preparados. Al llegar allí, Él solo se desnudó mientras que los verdugos se decían entre sí: «Estas ropas son nuestras y Él no las recuperará porque está condenado a muerte». Mi Hijo estaba allí, desnudo como cuando nació y, en esto, alguien vino corriendo y le ofreció un velo con el cuál Él, contento, pudo cubrir su intimidad. Después, sus crueles ejecutores lo agarraron y lo extendieron en la Cruz, clavando primero su mano derecha en el extremo de la cruz que tenía hecho el agujero para el clavo. Perforaron su mano en el punto en el que el hueso era más sólido. Con una cuerda, le estiraron la otra mano y se la clavaron en el otro extremo de la Cruz de igual manera.
A continuación, cruzaron su pie derecho con el izquierdo usando dos clavos de forma que sus nervios y venas se le extendieron y desgarraron. Después le pusieron la corona de espinas (la corona de espinas, que habían removido cuando estaba siendo crucificado, ahora la ponen de vuelta) y se la apretaron tanto que la sangre que salía de su Santísima cabeza le tapaba los ojos, le obstruía los oídos y le empapaba la barba al caer. Estando así en la cruz, herido y ensangrentado, sintió compasión de mí, que estaba allí sollozando, y, mirando con sus ojos llenos de Sangre en dirección a Juan, mi sobrino, me encomendó a él. Al tiempo, pude oír a algunos diciendo que mi Hijo era un ladrón, otros que era un mentiroso, y aún otros diciendo que nadie merecía la muerte más que Él.
Al oír todo esto se renovaba mi dolor. Como dije antes, cuando le hincaron el primer clavo, esa primera sangre me impresionó tanto que caí como muerta, mis ojos cegados en la oscuridad, mis manos temblando, mis pies inestables. En el impacto de tanto dolor no pude mirarlo hasta que lo terminaron de clavar. Cuando pude levantarme, vi a mi Hijo colgando allí miserablemente y, consternada de dolor, yo Madre suya y triste, apenas me podía mantener en pie.
Viéndome a mí y a sus amigos llorando desconsoladamente, mi Hijo gritó en voz alta y desgarrada diciendo: «¿Padre por qué me has abandonado?». Entonces sus ojos parecían medio muertos, sus mejillas estaban hundidas, su rostro lúgubre, su boca abierta y su lengua ensangrentada. Su vientre se había absorbido hacia la espalda, todos sus fluidos quedaron consumidos como si no tuviera órganos. Todo su cuerpo estaba pálido y lánguido debido a la pérdida de sangre. Sus manos y pies estaban muy rígidos y estirados al haber sido forzados para adaptarlos a la Cruz. Su barba y su cabello estaban completamente empapados en sangre.
Estando así, lacerado y lívido, tan sólo su Corazón se mantenía vigoroso, pues tenía una buena y fuerte constitución. De mi carne, Él recibió un cuerpo purísimo y bien proporcionado. Su cutis era tan fino y tierno que al menor arañazo inmediatamente le salía sangre, que resaltaba sobre su piel tan pura. Precisamente por su buena constitución, la vida luchó contra la muerte en su llagado cuerpo. En ciertos momentos, el dolor en las extremidades y fibras de su lacerado cuerpo le subía hasta el corazón, aún vigoroso y entero, y esto le suponía un sufrimiento increíble. En otros momentos, el dolor bajaba desde su corazón hasta sus miembros heridos y, al suceder esto, se prolongaba la amargura de su muerte.
Sumergido en la agonía, mi Hijo miró en derredor y vio a sus amigos que lloraban, y que hubieran preferido soportar ellos mismos el dolor con su auxilio, o haber ardido para siempre en el infierno, antes que verlo tan torturado. Su dolor por el dolor de sus amigos excedía toda la amargura y tribulaciones que había soportado en su cuerpo y en su corazón, por el amor que les tenía. Entonces, en la excesiva angustia corporal de su naturaleza humana, clamó a su Padre: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu».
Cuando yo, Madre suya y triste, oí esas palabras, todo mi cuerpo se conmovió con el dolor amargo de mi corazón, y todas las veces que las recuerdo lloro desde entonces, pues han permanecido presentes y recientes en mis oídos. Cuando se le acercaba la muerte, y su corazón se reventó con la violencia de los dolores, todo su cuerpo se convulsionó y su cabeza se levantó un poco para después caérsele otra vez. Su boca quedó abierta y su lengua podía ser vista toda sangrante. Sus manos se retrajeron un poco del lugar de la perforación y sus pies cargaron más con el peso de su cuerpo. Sus dedos y brazos parecieron extenderse y su espalda quedó rígida contra la Cruz.
Entonces, algunos me decían: «María, tu Hijo ha muerto». Otros decían: «Ha muerto pero resucitará». A medida que todos se iban marchando, vino un hombre, y le clavó una lanza en el costado con mucha fuerza. Cuando le sacaron la espada, su punta estaba teñida de sangre roja y me pareció como si me hubieran perforado mi propio corazón cuando vi a mi querido hijo traspasado. Después lo descolgaron de la cruz y yo tomé su cuerpo sobre mi regazo. Parecía un leproso, completamente lívido. Sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca tan fría como el hielo, su barba erizada y su cara contraída.
Sus manos estaban tan descoyuntadas que no se sostenían siquiera encima de su vientre. Le tuve sobre mis rodillas como había estado en la Cruz, como un hombre contraído en todos sus miembros. Tras esto le tendieron sobre una sábana limpia y, con mi pañuelo, le sequé las heridas y sus miembros y cerré sus ojos y su boca, que había estado abierta cuando murió. Así lo colocaron en el sepulcro. ¡De buena gana me hubiera colocado allí, viva con mi Hijo, si esa hubiera sido su voluntad! Terminado todo esto, vino el bondadoso Juan y me llevó a su casa. ¡Mira, hija mía, cuánto ha soportado mi Hijo por ti!«.
Segunda descripción:
«Cuando la pasión de mi Hijo estaba cerca, sus ojos se llenaron de lágrimas y el sudor le cubría su cuerpo por miedo al sufrimiento. Luego, se lo llevaron de mi vista y ya no lo volví a ver sino hasta que fue llevado para ser azotado. En seguida, fue arrastrado a lo largo del piso y tirado de manera tan cruel y violenta, que le golpearon su cabeza y le quebraron sus dientes. Fue golpeado en su cuello y mejilla tan fuerte, que yo escuchaba el sonido de los golpes. A una llamada del verdugo, se desvistió y se agarró del pilar. Estaba amarrado con un lazo y luego azotado con látigos de púas. Las púas penetraron su piel y cuando las halaron, no sólo desgarraban su piel, sino lo hacían como para lacerar todo su cuerpo.
Al primer golpe, fue como si mi propio corazón hubiese sido traspasado y había perdido el uso de mis sentidos. Volviendo en mí, pude ver todo su cuerpo, que estaba desnudo durante la flagelación, herido. Entonces, uno de sus enemigos le dijo a los verdugos: «¿Intentan matar a este hombre sin tener una sentencia y causarle la muerte ustedes mismos?», y mientras decía esto, cortó las sogas. Una vez liberado del pilar, mi Hijo se volteó primero para tomar su ropa, sin embargo, no le dieron tiempo a vestirse sino que fue llevado mientras trataba de meter sus brazos en las mangas. Las huellas que dejó en el pilar estaban tan llenas de sangre, que yo podía fácilmente ver hacia dónde lo llevaban por las marcas de sangre que dejaba conforme caminaba. Y con su túnica, se limpió su cara ensangrentada.
Después de la sentencia lo llevaron para que cargara la Cruz, pero a lo largo del camino, otro hombre se turnó para cargarla. Cuando llegó al lugar de la crucifixión, ya tenían listo para Él un martillo y cuatro clavos punzantes. Se quitó la ropa cuando le ordenaron, pero se cubrió sus partes privadas con un pequeño lienzo. Plantaron firmemente la cruz, y el travesaño estaba tan bien colocado, que la coyuntura estaba al centro de sus omóplatos. La cruz no tenía ninguna clase de reposacabezas. El signo con su sentencia estaba unido a cada brazo de la cruz sobresaliendo por sobre la cabeza.
Conforme le fue ordenado, se acostó con su espalda sobre la Cruz y cuando le ordenaron hacerlo, estiró primero su mano derecha. Después, y como su mano izquierda no podía alcanzar la otra esquina de la cruz, tuvo que ser estirada. Sus pies también fueron estirados completamente para alcanzar los agujeros hechos para los clavos y colocados en forma de cruz, y como si hubieran sido desprendidos, fueron sujetados a la Cruz por dos clavos que traspasaron sus huesos, al igual que habían hecho con sus manos. Al primer martillazo, caí en un estupor de dolor, y cuando desperté vi a mi Hijo sujetado a la Cruz. Escuché a hombres decirse unos a otros: «¿Qué ha cometido este hombre, robo, hurto o fraude?» Otros respondieron que Él era un fraude. Entonces, le empujaron la corona de espinas en su cabeza tan duro, que le llegó a la mitad de su frente. Torrentes de sangre cayeron de donde las espinas habían quedado y le cubrieron su cara y su pelo y sus ojos y la barba, hasta que no podía verse otra cosa que no fuera sangre. Ni siquiera me pudo ver parada a los pies de la Cruz sin parpadear para librarse de la sangre.
Después que me encomendó a su discípulo, levantó su cabeza, alzó sus ojos llorosos al cielo y gritó con una voz desde lo más profundo de su pecho, diciendo: «Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?». Nunca pude olvidar ese grito, sino hasta que vine al cielo; ese grito que Él pronunció me conmovió tanto más, que su propio sufrimiento. Ahora empezaba a aparecer el color de la muerte en aquellas partes de su cuerpo que eran visibles por debajo de la sangre. Podían contarse sus costillas delgadas y descubiertas. Su estómago, vacío ahora de todos sus jugos, estaba pegado a su espalda y hasta su nariz se veía delgada. Cuando su corazón estaba en su última hora, todo su cuerpo tembló y su barba cayó hacia su pecho. En ese momento, colapsé sin vida al piso. Su boca permaneció abierta, cuando dio su último suspiro. Su lengua y dientes y la sangre en su boca eran visibles para los espectadores. Sus ojos medio cerrados se movieron al revés. Ahora Su cuerpo sagrado había caído hacia abajo, con sus rodillas dobladas a cada lado y sus pies colgaban en los clavos como bisagras.
Mientras tanto, otras personas que se encontraban cerca de nosotros decían de manera casi ofensiva, «Oh María, tu hijo está muerto». Otros de pensamiento más noble, decían: «Señora, el sufrimiento de tu hijo ha terminado hasta su eterna gloria». Un poco más tarde, después de que habían abierto su costado, sacaron la lanza que había perforado su corazón. Esa lanza penetrante pareció también atravesar mi corazón, y es asombroso que mi corazón no haya explotado. A pesar de que los otros se estaban alejando, yo no podía irme. Me sentí casi confortada cuando toqué su cuerpo cuando lo bajaron de la cruz y lo tomé en mis brazos, exploré sus heridas y le limpié la sangre. Cerré su boca con mis dedos y también sus ojos. No podía doblar sus brazos rígidos para que pudiera descansarlos en su pecho, sino solamente a lo largo de su estómago. Sus rodillas no podían enderezarse, sino que apuntaban hacia afuera en la misma posición en la cual se habían endurecido en la Cruz».
«A pesar de que no puedes ver a mi Hijo como existe en el cielo, al menos escucha cómo era en cuerpo cuando estuvo en la tierra. La vista de su cara era de tanta bondad, que nadie, ni siquiera alguien muy triste de corazón, podía verlo cara a cara sin alegrarse ante su vista. Los justos se llenaban de consuelo espiritual, pero aún los malvados, encontraban alivio en el dolor del mundo mientras lo miraban. Por esta razón, las personas que se sentían tristes decían: «Vamos a ver al hijo de María y encontrar por fin, alivio mientras estemos ahí».
Cuando tenía 20 años, era perfecto en tamaño y fuerza varonil, era alto para los hombres de mediana estatura de aquellos días, no lleno de carnes, sino bien desarrollado en cuanto a músculos y carne. Su cabello, pestañas y barba eran de color café dorado. Su barba era del largo del ancho de la palma de la mano. Su frente no era hundida, sino recta. Su nariz era uniforme, ni muy pequeña ni muy grande.
Sus ojos eran límpidos, tanto así, que aún a sus enemigos les gustaba contemplar. Sus labios no eran demasiado gruesos y eran de color rojo brillante. Su mandíbula no sobresalía y tampoco era demasiado larga, sino atractiva y de un buen largo. Sus mejillas eran bellamente redondeadas. Era de piel clara con trazos de rojo y tenía una postura erguida. No había ni una sola mancha en su cuerpo, como pueden testificar los verdugos que lo flagelaron quienes lo vieron atado al pilar completamente desnudo».