AGOSTO 6: SOLEMNIDAD DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR.

Hoy celebramos el cuarto misterio Luminoso del Santo Rosario: La transfiguración de Nuestro Señor.

En el libro Mística Ciudad de Dios de la Venerable María de Jesús de Agreda leemos que la Santísima Virgen María se encontraba presente en el momento de la Transfiguración, y que en la mayoría de los momentos importantes de la vida de Nuestro Salvador estaba Su Santísima Madre:

«No podía Cristo nuestro Señor, en cuanto Hombre, estar lejos de la presencia de Su Madre, si daba lugar a la fuerza del afecto que como a Madre, y que tanto le amaba, le tenía, y naturalmente le aliviaba y consolaba con su vista y presencia; y la hermosura de aquella alma purísima de Su Madre le recreaba y hacía suaves los trabajos y penalidades, porque la miraba como fruto suyo único y singular de todos, y la dulcísima vista de Su persona era de gran alivio para las penas sensibles de Su Majestad».

Así narra en el libro la presencia de la Santísima Virgen María en la Transfiguración:

«No dicen los Evangelistas que se hallase María Santísima a la maravilla de la Transfiguración, ni tampoco lo niegan, porque esto no pertenecía a su intento, ni convenía en los Evangelios manifestar el oculto milagro con que se hizo; pero la inteligencia que se me ha dado para escribir esta Historia es que la Divina Señora, al mismo tiempo que algunos Ángeles fueron a traer el alma de San Moisés y a San Elías de donde estaban, fue llevada por mano de sus Santos Ángeles al monte Tabor, para que viese transfigurado a su Hijo santísimo, como sin duda le vio; y aunque no fue necesario confortar en la fe a la Madre Santísima como a los Apóstoles, porque en Ella estaba confirmada e invencible, pero tuvo el Señor muchos fines en esta maravilla de la Transfiguración, y en Su Madre santísima había otras razones particulares para no celebrar Cristo nuestro Redentor tan gran misterio sin Su presencia. Y lo que en los Apóstoles era gracia, en la Reina y Madre era como debido, por compañera y coadjutora de las obras de la Redención, y lo había de ser hasta la Cruz; y convenía confortarla con este favor para los tormentos que Su alma santísima había de padecer, y que habiendo de quedar por Maestra de la Iglesia Santa fuese testigo de este misterio y no le ocultase su Hijo santísimo lo que tan fácilmente le podía manifestar, pues le hacía patentes todas las operaciones de su alma santísima.

Y no era el amor del Hijo para la Divina Madre de condición que le negase este favor, cuando ninguno dejó de hacer con Ella de los que manifestaban amarla con ternísimo afecto, y para la gran Reina era de excelencia y dignidad. Y por estas razones, y otras muchas que no es necesario referir ahora, se me ha dado a entender que María Santísima asistió a la Transfiguración de su Hijo santísimo y Redentor nuestro.

Y no sólo vio transfigurada y gloriosa la humanidad de Cristo nuestro Señor, pero el tiempo que dura este misterio vio María santísima la divinidad intuitivamente y con claridad, porque el beneficio con Ella no había de ser como con los Apóstoles, sino con mayor abundancia y plenitud. Y en la misma visión de la gloria del cuerpo, que a todos fue manifiesta, hubo gran diferencia entre la divina Señora y los Apóstoles; no sólo porque ellos al principio, cuando se retiró Cristo nuestro Señor a orar, estuvieron dormidos y somnolientos, (como dice San Lucas Lc 9, 32), sino también porque con la voz del cielo fueron oprimidos de gran temor y cayeron los Apóstoles sobre sus caras en tierra, hasta que el mismo Señor les habló y levantó, como lo cuenta San Mateo (Mt 17, 6); pero la Divina Madre estuvo a todo inmóvil, porque, a más de estar acostumbrada a tantos y tan grandes beneficios, estaba entonces llena de nuevas cualidades, iluminación y fortaleza para ver la divinidad, y así pudo mirar de hito en hito la gloria del cuerpo transfigurado, sin padecer el temor y defecto que los Apóstoles en la parte sensitiva».

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