LA TRANSFIGURACIÓN DE NUESTRO SEÑOR (VENERABLE MARÍA DE JESÚS DE AGREDA).
Relato de la Transfiguración que se encuentra en el libro Mística Ciudad de Dios en el que vemos como la Santísima Virgen María se encontraba presente en el momento de la Transfiguración:
Corrían ya más de dos años y medio de la predicación y maravillas de nuestro Redentor y Maestro Jesús, y se iba acercando el tiempo destinado por la eterna sabiduría para volverse al Padre por medio de su pasión y muerte y con ella dejar satisfecha la divina justicia y redimido el linaje humano. Y porque todas sus obras eran ordenadas a nuestra salvación y enseñanza, llenas de divina sabiduría, determinó Su Majestad prevenir algunos de sus Apóstoles para el escándalo que con su muerte habían de padecer (Mt 26, 31) y manifestárseles primero glorioso en el cuerpo pasible que habían de ver después azotado y crucificado, para que primero le viesen transfigurado con la gloria que desfigurado con las penas. Y esta promesa había hecho poco antes en presencia de todos, aunque no para todos sino para algunos, como lo refiere el Evangelista San Mateo (Mt 16, 21; 17, 1).
Para esto eligió un monte alto, que fue el Tabor, en medio de Galilea y dos leguas de Nazaret hacia el Oriente, y subiendo a lo más alto de él con los tres Apóstoles Pedro, Jacobo y Juan su hermano, se transfiguró en su presencia, como lo cuentan los tres Evangelistas San Mateo (Mt 17, 1ss), San Marcos (Mc 9, 2-7) y San Lucas (Lc 9, 28-36); también se hallaron presentes a la transfiguración de Cristo nuestro Señor los dos profetas San Moisés y San Elías, hablando con Jesús de su pasión.
Y estando transfigurado vino una voz del cielo en nombre del Eterno Padre, que dijo:
«Este es mi Hijo muy amado, en quien yo me agrado; a él debéis oír» (Mt 17, 5).
No dicen los Evangelistas que se hallase María Santísima a la maravilla de la Transfiguración, ni tampoco lo niegan, porque esto no pertenecía a su intento, ni convenía en los Evangelios manifestar el oculto milagro con que se hizo; pero la inteligencia que se me ha dado para escribir esta Historia es que la Divina Señora, al mismo tiempo que algunos Ángeles fueron a traer el alma de San Moisés y a San Elías de donde estaban, fue llevada por mano de sus Santos Ángeles al monte Tabor, para que viese transfigurado a su Hijo santísimo, como sin duda le vio; y aunque no fue necesario confortar en la fe a la Madre Santísima como a los Apóstoles, porque en Ella estaba confirmada e invencible, pero tuvo el Señor muchos fines en esta maravilla de la Transfiguración, y en Su Madre santísima había otras razones particulares para no celebrar Cristo nuestro Redentor tan gran misterio sin Su presencia. Y lo que en los Apóstoles era gracia, en la Reina y Madre era como debido, por compañera y coadjutora de las obras de la Redención, y lo había de ser hasta la Cruz; y convenía confortarla con este favor para los tormentos que Su alma santísima había de padecer, y que habiendo de quedar por Maestra de la Iglesia Santa fuese testigo de este misterio y no le ocultase su Hijo santísimo lo que tan fácilmente le podía manifestar, pues le hacía patentes todas las operaciones de su alma santísima.
Y no era el amor del Hijo para la Divina Madre de condición que le negase este favor, cuando ninguno dejó de hacer con Ella de los que manifestaban amarla con ternísimo afecto, y para la gran Reina era de excelencia y dignidad. Y por estas razones, y otras muchas que no es necesario referir ahora, se me ha dado a entender que María santísima asistió a la Transfiguración de su Hijo santísimo y Redentor nuestro.
Y no sólo vio transfigurada y gloriosa la humanidad de Cristo nuestro Señor, pero el tiempo que dura este misterio vio María santísima la divinidad intuitivamente y con claridad, porque el beneficio con ella no había de ser como con los Apóstoles, sino con mayor abundancia y plenitud. Y en la misma visión de la gloria del cuerpo, que a todos fue manifiesta, hubo gran diferencia entre la divina Señora y los Apóstoles; no sólo porque ellos al principio, cuando se retiró Cristo nuestro Señor a orar, estuvieron dormidos y somnolientos, como dice San Lucas Lc 9, 32), sino también porque con la voz del cielo fueron oprimidos de gran temor y cayeron los Apóstoles sobre sus caras en tierra, hasta que el mismo Señor les habló y levantó, como lo cuenta San Mateo (Mt 17, 6); pero la Divina Madre estuvo a todo inmóvil, porque, a más de estar acostumbrada a tantos y tan grandes beneficios, estaba entonces llena de nuevas cualidades, iluminación y fortaleza para ver la divinidad, y así pudo mirar de hito en hito la gloria del cuerpo transfigurado, sin padecer el temor y defecto que los Apóstoles en la parte sensitiva.
Los efectos que causó en su alma santísima esta visión de todo Cristo glorioso no se pueden explicar con ninguna ponderación humana; y no sólo ver con tanta refulgencia aquella sustancia que había tomado el Verbo de su misma sangre y traído en su virginal vientre y alimentado a sus pechos, pero el oír la voz del Padre que le reconocía por Hijo, al que también lo era suyo y natural, y que le daba por Maestro a los hombres; todos estos misterios penetraba y ponderaba agradecida y alababa dignamente la prudentísima Madre al Todopoderoso, e hizo nuevos cánticos con sus Ángeles, celebrando aquel día tan festivo para su alma y para la humanidad de Su Hijo santísimo. No me detengo en declarar otras cosas de este misterio y en qué consistió la Transfiguración del cuerpo sagrado de Jesús; basta saber que Su cara resplandeció como el sol y sus vestiduras estuvieron más blancas que la nieve (Mt 17, 2), y esta gloria resultó en el cuerpo de la que siempre tenía el Salvador en su alma divinizada y gloriosa; porque el milagro que se hizo en la encarnación, suspendiendo los efectos gloriosos que de ella habían de resultar en el
cuerpo permanentemente, cesó ahora de paso en la transfiguración y participó el cuerpo purísimo de aquella gloria del alma, y éste fue el resplandor y claridad que vieron los que asistían a ella, y luego se volvió a continuar el mismo milagro, suspendiéndose los efectos del alma gloriosa; y como ella estaba siempre beatificada, fue también maravilla que el cuerpo recibiese de paso lo que por orden común había de ser perpetuo en él como en el alma.