NOVIEMBRE 28: SANTA CATALINA LABOURÉ.
Santa Catalina Labouré nació el 2 de mayo de 1806 en Borgoña, Francia. Fue la novena de once hijos. A la edad de nueve años, su madre murió y, Santa Catalina recurrió a la única otra madre que conocía: mirando una estatua de la Santísima Virgen María que había en su casa, Santa Catalina le dijo entre lágrimas: “Ahora, querida Santísima Madre, tú serás mi madre”.
Cuando tenía 23 años, se unió a las Hijas de la Caridad, una orden religiosa fundada por San Vicente de Paúl. En éste lugar Santa Catalina tuvo varias visiones, en una de ellas vio el corazón de San Vicente de Paúl durante tres días sucesivos, en tres colores diferentes, primero blanco, el color de la paz; luego rojo, el color del fuego, y luego negro, indicando las desgracias que caerían sobre Francia. También vio a Jesús en el Santísimo Sacramento y en 1830 la Santísima Virgen María se le apareció pidiéndole que hiciera la Medalla Milagrosa. Catalina así lo hizo y la medalla recibió el nombre de La Medalla de Nuestra Señora de las Gracias.
En febrero de 1832 comenzó en París una terrible epidemia de cólera que causó más de 20.000 muertos. Las hermanas de las Hijas de la Caridad comenzaron a repartir las primeras 2.000 medallas que se habían producido y con estas primeras Medallas se llevaron a cabo curaciones milagrosas, conversiones y muchos de los que la llevaban lograron ser protegidos contra la enfermedad. Fueron tantos los milagros que todos comenzaron a referirse a la medalla como La Medalla Milagrosa.
Santa Catalina falleció el 31 de diciembre de 1876, su cuerpo fue exhumado 57 años después y milagrosamente, se encontraba incorrupto. Se encuentra expuesto en la Capilla de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, en la Rue du Bac, París.
Santa Catalina fue canonizada por el Papa Pío XII el 27 de julio de 1947.
Santa Catalina nos enseña a orar así:
«Siempre que voy a la capilla, me pongo en presencia de nuestro buen Señor, y le digo: “Señor estoy aquí. Dime qué quieres que haga”. Si me da alguna tarea, estoy contenta y le doy gracias. Si Él no me da nada, todavía le agradezco, ya que no merezco recibir nada más que eso. Y luego, le digo a Dios todo lo que hay en mi corazón. Le cuento mis penas y mis alegrías, y luego escucho. Si escuchas, Dios también te hablará, porque con el buen Dios, tienes que hablar y escuchar. Dios siempre te habla cuando te acercas a Él de manera clara y sencilla».