ENTRADA TRIUNFAL DE JESÚS EN JERUSALÉN (VENERABLE MARÍA DE JESÚS DE AGREDA).
Llegado el Domingo de Ramos, salió Su Majestad con sus discípulos para Jerusalén, asistido por muchos Ángeles que le alababan. Llegando a Betfagé, envió dos discípulos a la casa de un hombre poderoso que estaba cerca, y le trajeron dos asnos (un jumentillo y una jumentilla). Nuestro Salvador caminó para Jerusalén, y los discípulos aderezaron con vestidos y capas al jumentillo y también a la jumentilla; porque de ambos se sirvió el Señor en este triunfo, conforme a las profecías de Isaías (Is 62, 11) y Zacarías (Zac 9, 9) que muchos siglos antes lo dejaron escrito, para que no tuviesen ignorancia los sacerdotes y sabios de la ley. Todos los cuatro Evangelistas sagrados escribieron también este maravilloso triunfo de Cristo (Mt 21, 4; Mc 11, 1; Lc 19, 30; Jn 12, 13) y cuentan lo que fue visible y patente a los ojos de los circunstantes.
Sucedió en el camino que los discípulos, y con ellos todo el pueblo, pequeños y grandes, aclamaron al Redentor por verdadero Mesías, Hijo de David, Salvador del mundo y Rey verdadero. Unos decían: «Paz sea en el cielo y gloria en las alturas, bendito sea el que viene como Rey en el nombre del Señor«; otros decían: «Hosanna Filio David: Sálvanos, Hijo de David, bendito sea el reino que ya ha venido de nuestro padre David». Y unos y otros cortaban palmas y ramos de los árboles en señal de triunfo y
alegría y con las vestiduras los arrojaban por el camino donde pasaba el nuevo triunfador de las batallas, Cristo nuestro Señor.
Todas estas obras y demostraciones nobles de culto y adoración, que daban los hombres al Verbo Divino humanado, manifestaban el poder de su divinidad, y más en la ocasión que sucedieron, cuando los sacerdotes y fariseos le aguardaban y buscaban para quitarle la vida en la misma ciudad. Porque si no fueran movidos interiormente con su virtud divina sobre los milagros que había obrado, no fuera posible que tantos hombres juntos, le aclamaran por verdadero Rey, Salvador y Mesías, y se rindieran a un hombre pobre, humilde y perseguido, y que no venía con aparato de armas ni potencia humana, ni en carros triunfantes, ni en caballos soberbios y lleno de riquezas. A lo aparente todo le faltaba, y entraba en un jumentillo humilde y contentible para el fausto y vanidad mundana, fuera de su semblante, porque éste era grave, sereno y lleno de majestad, correspondiente a la dignidad oculta; pero todo lo demás era fuera y contra lo que el mundo aplaude y solemniza. Y así era manifiesta en los efectos la virtud divina que movía con su fuerza y voluntad los corazones humanos para que se rindiesen a su Criador y Reparador.
Pero, a más de la conmoción universal que se conoció en Jerusalén con la divina luz que envió el Señor a los corazones de todos para que reconocieran a nuestro Salvador, se extendió este triunfo a todas las criaturas, o a muchas, más capaces de razón, para que se cumpliese lo que el Padre Eterno había prometido a su Unigénito, como queda dicho (Cf. supra n. 1119). Porque, al entrar Cristo nuestro Salvador en Jerusalén, fue despachado el arcángel San Miguel a dar noticia de este misterio a los Santos Padres y Profetas del limbo y junto con esto tuvieron todos una visión particular de la entrada del Señor y de lo que en ella sucedía, y desde aquella caverna donde estaban reconocieron, confesaron y adoraron a Cristo nuestro Maestro y Señor por verdadero Dios y Redentor del mundo y le hicieron nuevos cánticos de gloria y alabanza por el admirable triunfo que recibía de la muerte, del pecado y del infierno.
Se extendió también el poder divino a mover los corazones de otros muchas personas en todo el mundo, porque los que tenían fe o noticia de Cristo Señor nuestro, no sólo en Palestina y sus confines, sino en Egipto y otros reinos, fueron excitados y movidos para que en aquella hora adorasen en espíritu a nuestro Redentor; como lo hicieron con especial júbilo de sus corazones que les causó la visitación e influencia de la divina luz que para esto recibieron; aunque no conocieron expresamente la causa ni el fin de aquel movimiento, pero no fue en vano para sus almas, porque los efectos las adelantaron mucho en el creer y obrar el bien. Y para que el triunfo de la muerte que nuestro Salvador ganaba en este suceso fuese más glorioso, ordenó el Altísimo que aquel día no tuviese fuerzas contra la vida de ninguno de los mortales, y así no murió nadie en el mundo aquel día, aunque naturalmente murieran muchos si no lo impidiera el poder divino, para que en todo fuese admirable el triunfo.
A esta victoria de la muerte se siguió la del infierno, que fue más gloriosa aunque más oculta. Porque al punto que comenzaron los hombres a invocar y aclamar a Cristo nuestro Maestro por Salvador y Rey que venía en el nombre del Señor, sintieron los demonios contra sí el poder de Su Diestra, que los derribó a todos cuantos estaban en el mundo de sus lugares, y los arrojó a los profundos calabozos del infierno. Y por aquel breve tiempo que Cristo prosiguió esta jornada, ningún demonio quedó sobre la tierra, sino que todos cayeron al profundo con grande rabia y terror.
Prosiguió el Salvador del mundo su triunfo hasta entrar en Jerusalén, y los Santos Ángeles, que lo miraban y acompañaban, le cantaron nuevos himnos de loores y divinidad con admirable armonía. Y entrando en la ciudad con júbilo de todos los moradores, se apeó del jumentillo y encaminó sus pasos hermosos y graves al templo, donde con admiración de todos sucedió lo que refieren
los Evangelistas de las maravillas que allí obró (Mt 21, 12; Lc 19, 45). Estuvo Su Majestad en el Templo enseñando y predicando hasta la tarde.
Parte de las palabras de la Santísima Virgen María a la Venerable María de Jesús de Agreda:
El Altísimo mira al corazón de las criaturas y al interior. En los ojos de su sabiduría los justos y escogidos son estimados y levantados, cuando se abaten y humillan, y los soberbios son humillados y aborrecidos, cuando se levantan. Esta ciencia, hija mía, es de pocos entendida, y por eso los hijos de las tinieblas no saben apetecer ni buscar otra honra ni exaltación más de la que les da el mundo. Y aunque los hijos de la Iglesia Santa confiesan y conocen que ésta es vana y sin sustancia y que no permanece más que la flor y el heno, con todo eso no practican esta verdad. Y como no les da su conciencia el testimonio de las virtudes, solicitan el crédito de los hombres y el aplauso y gloria que les pueden dar; aunque todo es falso, engañoso y lleno de mentira, porque solo Dios es el que sin engaño honra y levanta al que lo merece, y el mundo de ordinario trueca las suertes y da sus honras a quien menos las merece o a quien más ambicioso y sagaz las procura y solicita.
Aléjate, hija mía, de este engaño, y no te aficiones al gusto de las alabanzas de los hombres, ni admitas sus lisonjas y agasajos. Da a cada cosa el nombre y la estimación que merece, que en esto andan muy a ciegas los hijos de este siglo. Ninguno de los mortales pudo merecer la honra y aplauso de las criaturas como mi Hijo santísimo y, con todo eso, la que le dieron en la entrada de Jerusalén la dejó y despreció, porque sólo era para manifestar su poder divino y para que después fuese más ignominiosa su pasión, y para enseñar en esto a los hombres que las honras visibles del mundo nadie las debe admitir por sí mismas, si no hay otro fin más alto de la gloria y exaltación del Altísimo a donde reducirlas; que sin esto son vanas e inútiles, sin fruto ni provecho, pues no está en ellas la felicidad verdadera de las criaturas capaces de la eterna.