LA ANUNCIACIÓN SEGÚN REVELACIONES DE NUESTRA SANTÍSIMA MADRE A SANTA BRÍGIDA DE SUECIA.
Dice La Santísima Virgen María a Santa Brígida de Suecia:
«Nada me agradaba sino sólo Dios. Siempre deseé en mi corazón vivir hasta el momento de su nacimiento, y tal vez merecer convertirme en la indigna sierva de la Madre de Dios. También hice en mi corazón el voto de preservar mi virginidad, si esto era aceptable para Él, y de no poseer nada en el mundo. Sin embargo, si Dios quisiera otra cosa, mi voluntad era que se hiciera su voluntad, no la mía; porque creía que él podía hacer todas las cosas y no quería nada sino lo que era beneficioso y mejor para mí. Por lo tanto, le confié toda mi voluntad. Cuando se acercaba el tiempo de la presentación de las vírgenes en el templo del Señor, yo también estaba entre ellas por el cumplimiento devoto de mis padres a la Ley.
Pensé para mí que nada era imposible para Dios y que, como Él sabía que yo no deseaba ni quería nada más que a Él, Él podría preservar mi virginidad, si esto le agradaba y, si no, que se hiciera su voluntad. Tras haber escuchado todos los mandamientos en el templo, volví a casa aún ardiendo más que nunca en mi amor hacia Dios, siendo inflamada con nuevos fuegos y deseos de amor cada día. Por eso, me aparté aún más de todo lo demás y estuve sola noche y día, con gran temor de que mi boca hablase o mis oídos oyesen algo contra Dios, o de que mis ojos mirasen algo en lo que se deleitaran. En mi silencio sentí también temor y ansiedad por si estuviera callando en algo que debiera de hablar.
Con estas turbaciones en mi corazón, y a solas conmigo misma, encomendé todas mis esperanzas a Dios. En aquel momento vino a mi pensamiento considerar el gran poder de Dios, cómo los ángeles y todas las criaturas le sirven y cómo es su gloria indescriptible y eterna. Mientras me preguntaba todo esto, tuve tres visiones maravillosas. Vi una estrella, pero no como las que brillan en el Cielo. Vi una luz, pero no como las que alumbran el mundo. Olí una fragancia, pero no de hierbas o cualquier otra cosa de este mundo, que me llenó tanto que sentí como si saltara de gozo.
Después de esto, inmediatamente escuché una voz, pero no de una boca humana, cuando la escuché, me estremecí con el gran temor de que pudiera ser una ilusión o una burla de un espíritu maligno. Pero poco después, un ángel de Dios apareció ante mí; era como el más hermoso de los hombres, pero no en la carne como es el cuerpo de un hombre creado, y me dijo: ‘¡Salve, llena de gracia, el Señor está contigo!’ Al oírlo, me pregunté qué significaba aquello o por qué me había saludado de esa forma, pues sabía y creía que yo era indigna de algo semejante, o de algo tan bueno, pero también sabía que para Dios no era imposible hacer todo lo que quisiese. Acto seguido, el ángel añadió: ‘El hijo que ha de nacer en ti es santo y se llamará Hijo de Dios. s. Hágase su voluntad como a él le plazca’. Aún no me creí digna ni le pregunté al ángel ‘¿Por qué?’ o ‘¿Cuándo se hará?’, pero le pregunté: ‘¿Cómo es que yo, tan indigna, he de ser la madre de Dios, si ni siquiera conozco varón?’
El ángel me respondió, como dije, “Nada es imposible para Dios, porque todo lo que Él quiere hacer, se hará”. Cuando oí las palabras del ángel, sentí el más ferviente deseo de convertirme en la Madre de Dios, y mi alma dijo con amor: «¡Aquí estoy, hágase en mí según Tu voluntad!». Al decir aquello, en ese momento y lugar, fue concebido mi Hijo en mi vientre con una inefable exultación de mi alma y de los miembros de mi cuerpo. Cuando Él estaba en mi vientre, lo engendré sin dolor alguno, sin pesadez ni cansancio. Me humillé en todo, sabiendo que portaba en mí al Todopoderoso. Cuando lo alumbré, lo hice sin dolor ni pecado, igual que cuando lo concebí, con tal exultación de alma y cuerpo que mis pies no sintieron el suelo donde habían estado parados. Así como había entrado en mis miembros para gozo de toda mi alma, salió de mi cuerpo, dejando intacta mi virginidad, y mi alma y cuerpo entero en un estado de gozo y júbilo indescriptible.